Estamos en el año 1000. El Apocalipsis anuncia que el juicio final es inminente. La predicción habla de mil años después de la muerte de Cristo. Es hora de rezar.
La fe en las reliquias promueve un nuevo fenómeno de masas. Los caminos de peregrinación actúan como cauces de difusión de la cultura.
Las órdenes monásticas se extienden por todo el continente europeo imponiendo una estética común.
En la sociedad feudal el clero y la nobleza poseedores de la mayor riqueza, la tierra, son clientes casi exclusivos de los maestros artesanos.
A la iglesia y al monasterio se subordinaran las esculturas de portadas y capiteles, la pintura mural y las vidrieras. La unión de escultura, pintura y arquitectura es completa.
Abandonando momentáneamente el desorden de las casas pobres de adobe y madera, el aldeano entra en un escenario de piedra labrada, policromía, silencio y subyugante eternidad. La escultura y pintura substituyen la potencia comunicadora de la lectura, privilegio de los elegidos.
La figura humana no convence, ni siquiera aspira a ello. Se reduce a unos pocos rasgos geométricos que se han descrito como toscos o rudos. Escasamente los necesarios para identificar si es hombre o mujer, caballero o campesino.
Igualmente inútil resultaría discernir la belleza de la fealdad de determinada mujer, aún intentar adivinar la edad de un niño, si un hombre está gordo o delgado. No hay perspectiva que aporte información. Sólo un fondo de color uniforme.
Los juegos de luces y sombras distraen la mirada cuando sólo importa el mensaje. Resultaría inútil y hasta perjudicial que los artistas incluyeran en sus obras demasiados detalles ya que podrían desviar el pensamiento hacia lo terrenal.
Los colores de carácter artificial no son capaces de evocar la sensualidad de la carne.
La luz intensa vuelve planos los objetos y dibuja de negro los perfiles. La luz en la oscuridad de la iglesia románica.
El espectador ha de llevar consigo las imágenes. La figura divina dominante, los ángeles con alas cubiertas de ojos que todo lo ven, dan cobijo a los santos en una esfera superior.
En una esquina reconocible, el personaje que encargó la obra. El ábside se cubre de figuras planas encerradas entre líneas paralelas que separan lo terrenal de lo divino.
Los artistas indicaban las particularidades indispensables para la comprensión de las historias narradas mediante algunos símbolos convenidos cuyo significado el público percibía inmediatamente.
Esa falta de realismo estaba asumida.
La escultura adorna las zonas trascendentes. Por su propia tridimensionalidad tiende al naturalismo y eso es un problema. El esquema idealizado, la luz que aplana los objetos, lucha contra esa tendencia. La repuesta es alterar las proporciones para destacar una cualidad obviando las otras.
El pecador tiene explícitos genitales y se ríe del espectador desde extramuros, único lugar donde habita la vileza.
El diablo pintado con los colores de Altamira tiene ridículas pero inquietantes formas, fruto de una pesadilla que mora, como el temor, al otro lado de la consciencia.
Las historias bíblicas son cinceladas en los muros con materiales eternos. La” biblia de los pobres” arranca del suelo en muros verticales de piedra de escala suprahumana.
No hay torpeza ni en la expresión ni en el lenguaje. Lamentablemente gran parte de él ilegible para nuestra tan ilustrada cultura.
Muñecos de palo ajenos a las proporciones y a la mesura, contagiados por los colores de las pinturas complementan los escenarios de intramuros.
Calidez de la madera pintada. Calidez de su tamaño reducido cual reliquia.
Los crucificados son tan pequeños que con sus grandes manos incitan a rogar. Sin la cruz que los ataba y con la fragilidad de una mariposa, parecen capaces de volar en el espacio. Cuerpos aplanados para destacar sin perder la unidad con el colorido fondo arquitectónico recubierto de luminosas pinturas.
El tiempo trajo, para el muro, cristos de tamaño superior al natural. De musculatura enjuta, de brazos muy cortos o muy delgados y rectos que salvo por una raya apenas muestran tensión, manos muy grandes, dedos rectos y alargados. Inicialmente vestidos con túnicas hasta los pies, plegadas según líneas verticales. Los pies separados y la expresión soberbia, ensimismada, propia de una majestad.
Poco a poco aparecen rictus de expiración, los pies se superponen, el cuerpo se arquea y los bazos adquieren tirantez. El Gótico empieza a intuirse y con él, el naturalismo que resurge con virulencia en el Renacimiento.
La belleza pura es subjetiva y libre de intención. Para encontrarla hoy en el arte románico, hay que deshacerse de casi todas nuestras lastras culturales, fruto del diario bombardeo de imágenes e ideas. Abrir, con el canto del gallo, la tosca ventana del monasterio y respirar el aire puro del alba dando gracias por ello. Entonces nos parecerá hermosa la ingenuidad y pureza esquemática de las formas que pretenden narrar sin adorno, con lo indispensable, una historia que quiso y aspira a ser trascendente.
La finalidad no era engañar imitando la realidad, y menos aún el provocar la sorpresa o admiración mediante el virtuosismo naturalista. Se hace preciso dejar por un momento la arrogancia, acercarse con un mínimo de humildad para que nuestra curiosidad logre intuir la esencia vital del medievo.
El tiempo ha arrancado la policromía acercando la estética a nuestro gusto moderno, pero no nos engañemos, hemos destruido el carácter unificador del románico.
Hoy vemos, agrupadas en museos, decenas de figuras de madera fuera del complejo escenario que los presuntos bárbaros idearon para ellas.
Las piedras de los muros hablan también de una forma de vida campesina ligada a las estaciones en la que también había espacio para las festividades y la alegría e incluso para una vida longeva.
Hablan también, como testigos mudos, del efecto de 1000 años de barbarie del llamado hombre moderno.
Fotografías: Pemaro